miércoles, 11 de mayo de 2011

SIEMPRE HAY UNA LUZ primera parte

SIEMPRE HAY UNA LUZ (Primera parte)

Un día cualquiera de invierno, el cielo encapotado, el frio y la humedad , eran dos chicos en el más triste abandono: sin hogar, sin amor, sólo el que se profesaban estas dos criaturas. Era el único apoyo con el que podían contar, aunque muy poco era, pero era la única cosa que aún les mantenía en esta vida con ansias de luchar, pese a sus edades.

Pocas pertenencias pudieron sacar de lo que, hasta ese momento, era su pobre hogar: las ropas que llevaban puestas y algunos trapos más, insuficientes para soportar las sensaciones más comunes en esta estación del año aunque para los dos protagonistas de esta historia, era igual fuera verano o invierno. Para ellos nada tenía importancia, sólo el poder subsistir.
Llevaban así un tiempo indeterminado, ya que su precaria memoria no podía aún discernir estas cuestiones temporales: uno de ellos con 12 años recién cumplidos y su hermano con 8 años.
Se encontraban solos, solos con su única compañía, sin un padre al que no llegaron a conocer, o por lo menos a disfrutar ya que, en su momento, los dejó abandonados a su suerte y a la de su muy estimada madre que también los dejó después de una rápida y cruel enfermedad, yéndose para siempre a un destino más acorde con su dulzura y cariño, fatal desgracia porque al no tener ni familiares a quien acudir y no poder aún solucionarse la vida con su trabajo se encontraron en la calle, con las desagradables temperaturas que debían de soportar, mendigando un mendrugo de pan.
La gente pasaba por su lado sin compasión, sin tenderles una mano, sin darles este cariño que necesitaban casi más que el comer. Dormían en cualquier rincón aprovechando los cartones que encontraban que eran su techo y su colchón, apartando los perros que husmeaban a su alrededor esperando el momento oportuno de lanzarse sobre ellos para mitigar también su hambre.

Después de una noche tormentosa, la lluvia empapó sus débiles cuerpos. El más pequeño, parecía hervir de la fiebre que lo consumía.
- ¿qué voy a hacer?- decía el mayor- ¿dónde puedo llevarlo?
Intentó con sus pocos conocimientos encontrar una solución, pidió ayuda a los transeúntes pero nadie le hizo caso. Lloró como no había llorado ni en la muerte de su madre pero, así y todo, nadie se acercó, estaba olvidado.
Sabía que cuando alguien se ponía enfermo debía ir al médico, pero… ¿a qué médico? si no conocía a ninguno.
De repente, se acordó que a su santa madre la llevaron a un hospital.
Sin pensarlo, cargó a su hermano en sus débiles espaldas y, lo más rápido que sus enjutas piernas se lo permitían, corrió hacia el lugar donde sabía que fue atendida su madre.
Llegó agotado por la carrera y el poco peso de su hermano. Allí, nadie lo esperaba pero se puso a gritar con el hilo de voz que le quedaba. todo aquel lugar: En aquel momento, un hombre con una bata blanca se le acercó
-¿Qué te pasa muchacho?- le preguntó.
El, mirándolo con sus ojos llenos de lágrimas, dijo:
- Mi hermano, que se va a morir.
Visto el desespero de la criatura, el hombre de la bata blanca, que era uno de los doctores del centro, empezó a dar órdenes y en un momento se revolucionó todo aquel lugar, llego una camilla, en la cual montaron al pequeño y se lo llevaron. El no quería dejarlo pero el doctor le dijo:
-No te preocupes, enseguida lo pondremos bién y, acto seguido, le preguntó:
-¿dónde están tus padres?
- no lo sé -contestó- mi padre marchó y mi madre, seguro que en el cielo está, sólo le tengo a él, sálvelo, por favor. Pero no tengo dinero, haré lo que quiera, pero sálvelo por favor.
El doctor siguió preguntando:
- ¿dónde vives?
- No tengo casa, se la quedaron unos malos hombres.
- ¿tienes hambre?- siguió el doctor
- Si, señor, pero me esperaré a que mi hermano esté bien para comer los dos.

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